martes, 31 de marzo de 2015

Tic - tac, tic - tac... ¡La hora hay que cambiar!

Tic – tac, tic – tac, tic – tac. ¡Ha llegado la primavera (¡achús!)! Eso significa pajaritos cantando, poder salir a las terrazas a tomar unas cañas y escuchar las quejas de miles de personas en todo el planeta acordándose de toda la familia del que se le ocurrió que cambiar la hora era la mejor idea del mundo mundial.
En realidad, esto de ponernos a cambiar la hora cuando llega la primavera (¡achús!) no es nada nuevo. Las culturas antiguas ya se dedicaban a eso de añadir horas cuando llegaba el buen tiempo para aprovechar la luz y así poder hacer sus cosas sin que la noche les fastidiara sus asuntos.
Vale. Nada nuevo. Entonces, ¿a qué clase de mente perturbada se le ocurrió tan magnífica idea?
Ben Franklin posando para los billetes de 100 $ 
Pues el primero en abrir el pico fue el Sr. Benjamin Franklin. Cuando no estaba posando para los billetes de 100 $, ni jugando con cometas y cosas metálicas en medio de una tormenta, el buen hombre estaba en París haciendo de embajador de EE. UU.
Hemos de reconocer que el pobre Ben se tenía que aburrir como una puñetera ostra porque, de vez en cuando, le daba por hacer spam con cartas anónimas (que no debían serlo mucho porque la gente sabía que las había escrito él). En un momento de lucidez mental, le dio por decir que los parisinos eran muy geniales porque, en cuanto llegaba el calorcito, se levantaban antes y de paso se ahorraban un pastizal en velas que no veas. Pero los franceses no estaban para ideas raras en 1784, así que se pasaron su comentario por el arco del triunfo y empezaron a pegarse de leches unos años más tarde (revolucióóóóón).
Guay. Primera idea. Benjamin Franklin. Ni puto caso. Así que volvemos a la pregunta de antes, ¿quién es el listillo al que se le ocurrió todo esto?
Will Willett antes de irse
 a jugar al golf 
¡Pues crucemos el Canal de la Mancha y cojamos un caballo hasta la bonita campiña inglesa! Allá por 1905 estaba un tal William Willett con un caballuno amigo dando un paseíto por el campo antes del desayuno (todavía no me explico cómo el caballo no lo mandó a tomar viento a base de coces por sacarlo de su cuadra a primera hora de la mañana). Se ve que la equitación debía ser su fuente de inspiración porque entre trote y trote se le ocurrió pensar en los londinenses y en lo bien que dormirían si de cara al verano hicieran algún cambio en la hora.
Ahí tenéis la poética versión oficial.
La auténtica razón es que el amigo Will era un friki del golf y estaba hasta las narices de tener que parar sus partidos con los amigotes porque siempre se le hacía de noche. Así que empezó a buscar soluciones para evitar que sus partidas de golf se convirtieran en “¿Quién sabe dónde? (versión pelota)”.
Al principio, a este tampoco le hicieron ni caso. Pero llegó 1914 y Europa entera se metió en la I Guerra Mundial. Fue entonces cuando todo el mundo se fijó en la idea semi – plagiada del friki del golf y todos los países se fueron dando cuenta de lo bien que les vendría la chorradita esa de cambiar la hora.
Eso sí. No os penséis que la cosa se quedó quieta. En cuanto la guerra terminó, la idea volvió a parecer una tontada como un piano de cola y cada nación volvió a sus horas de antes. Pero (siempre tiene que haber uno), a algunos les moló eso de jugar con los relojes en ciertos momentos del año y decidieron aplicar el cambio de hora.
Desde ese momento, y hasta hace bien poco, los países han hecho lo que le ha  dado la real gana. Unos han cambiado la hora, otros no, los demás sí pero no… Hasta que hace unos añitos se dijo que se acabó, que todos los países a cambiar la hora y riau.



En resumen, que gracias al Sr. Cometitas y a Mr. Golfista, todos tenemos que jorobarnos y cambiar la hora nos guste o no. 

viernes, 20 de marzo de 2015

Un descenso para la Historia: Sancho IV de Pamplona

¿Es un pájaro? ¿Es un avión? ¡NO! Son Sancho Garcés IV de Pamplona y su caballo que acaban de dejarse los piños (literalmente) contra el fondo del barranco de Peñalén. Ah. Y ese que está arriba, mirándolo todo con una sonrisa más grande que la del Joker, es su hermano Ramón quién, amablemente, le ha dado el empujoncito decisivo para que se decida a estudiar la geología de esa parte de Navarra sin necesidad de usar un microscopio para ver las piedras de cerca.
Bienvenidos al barranco de Peñalén. Por favor,
no saltar sin los medios adecuados. O mejor, no saltar.
Vale, vale. Ya sé que me he adelantado… ¿Quién es este señor y cómo narices ha acabado haciéndose la cirugía estética contra las piedras?
Sancho Garcés IV fue rey de Pamplona más o menos entre 1054 y 1076. Se calzó la corona por primera vez con 14 añitos y no tardó nada en hacer lo mismo que todos sus vecinos: dar mal.
Así de primeras, se vino a hacer turismo bélico al reino musulmán (o taifa que viene siendo lo mismo) de Zaragoza, donde vivía tan ricamente su rey Al – Muqtadir. Como allí pasaron de él, fue corriendo a buscar a su tío Ramiro I, el rey de Aragón, y juntos se pusieron a dar por el saco hasta que al final el rey de la taifa se sometió y les acabó pagando para que le dejaran en paz.
También tuvo tiempo de meterse en la Guerra de los Tres Sanchos, que se llama así porque Sancho II de Castilla, Sancho Ramírez de Aragón y nuestro querido amigo, se pegaron bofetadas a lo bestia para que al final no ganara ninguno (sí, dos fantásticos años de hostias como panes y todos se van por donde han venido como si no hubiera pasado nada).
En resumen, guerras por aquí, guerras por allá… Pero, ¿cómo acabó Sancho IV de Pamplona convertido en carne para los buitres? Básicamente, porque tenía más problemas para controlar la ira que el Increíble Hulk. Cuando se cabreaba, solía pagarlo con el primer desgraciado que pasaba por allí que, normalmente, terminaba haciendo un viaje sin retorno al otro barrio. Si a eso le sumáis que le gustaba el dinero más que a un tonto un lápiz, pues ahí tenéis los ingredientes perfectos para una conspiración bien hermosa.
Sus amados hermanitos y unos cuantos nobles pamploneses decidieron llevárselo por ahí de caza. Cuando estaban por la zona de Funes, su hermano Ramón consiguió que se acercara al borde del barranco y le dio el empujón que le convirtió en el primer barranquista real de la casa de Pamplona.
Aquí os dejo un pequeño fragmento de una hipotética conversación:
Ramón: ¡Sancho! ¡Sancho! ¿Puedes venir? Creo que se me han caído las lentillas y no las encuentro.
Sancho: Agh. Ya voy… ¿Y por dónde dices  que se te han caído?
Ramón: Por esa zona. Cerca del borde del barranco. Acércate a ver si las encuentras…
Sancho: Un momento… ¡Las lentillas todavía no se han inventado!
Ramón: (sonríe) ¡Feliz aterrizaje! ¡Recuerdos a las piedras del fondo!

Y así es como Sancho Garcés IV de Pamplona, conocido durante toda su vida como “El Noble”, pasó a la historia (nunca mejor dicho) como “El de Peñalén”, ganándose el recochineo eterno por parte de los que le estudiaron después.

Imagen extraída de: https://patxiolite.files.wordpress.com/2008/10/penalen-12.jpg 

martes, 17 de marzo de 2015

Esa ¿aburrida? Historia

Empecemos por el principio (¿por dónde narices si no?):
“La Historia es la ciencia que tiene como objeto de estudio el pasado de la humanidad y como método el propio de las ciencias sociales. Se denomina también "Historia" al periodo histórico que transcurre desde la aparición de la escritura hasta la actualidad.”
Bla, bla, bla, Historia, bla, bla, bla... Zzz… Zzz… Zzz… Zzz…
Seamos sinceros. Más de uno y una (la que aquí escribe) nos hemos quedado más dormidos que la marmota Phil durante una clase de Historia.
Y seguro que todos hemos tenido al típico profesor de Historia que da unas clases con menos vida que un encefalograma plano.
Por no hablar de todas esas veces que nos hemos preguntado delante del libro abierto: “¿Por qué hay tantas fechas? ¿Por qué esta gente tiene unos nombres tan raros? ¿Por qué tengo que estudiar esto? ¿Por quéééééééééé?” (Insertar voz de desesperación peliculera made in Hollywood).
Y es entonces cuando llega lo inevitable y piensas: “Vaya coñazo. Nunca entenderé por qué tengo que estudiar Historia”.
Reconozcámoslo. Esto es así nos guste o no.
Pero ahora llega mi pregunta. ¿Hay alguna ley no escrita que diga que la forma de enseñar Historia tiene que ser, necesariamente, aburrida? La respuesta es NO. Se puede hablar de hechos históricos perfectamente y hacerlo de manera que no te entren ganas de pegarte un tiro o de tirarte por la ventana más cercana.
Pues para eso nace este blog. Para demostrar que la Historia, aunque tiene sus más y sus menos, puede ser tan épica como un libro de Tolkien, más sangrienta que Canción de Hielo y Fuego, y más surrealista que la vida misma (hacedme caso, 5 años de licenciatura me lo han dejado más claro que el agua).